Sila


Sila (137-78 a. C.) irá siempre unido al nombre de Mario, su mortal enemigo no sólo político sino de clase. En efecto, las guerras civiles de las que ambos fueron protagonistas, podrían considerarse como un lejano antecedente de la pugna entre los privilegios de los nobles y la exigencia de los pobres para dejar de serlo. Encabezados los primeros por unos de los suyos, Lucio Cornelio Sila, sus contrarios elevaron al poder a su contrincante Cayo Mario.
Nacido en el seno de una familia patricia, con apenas 30 años de edad ocupó el puesto de cuestor, al que siguieron los de pretor y propretor. Poseedor de una vasta cultura helenista, como ya se ha apuntado, pertenecía a la nobleza, aunque no necesariamente por su riqueza.
Contrajo matrimonio con Cecilia Metela, la que le aseguraría el apoyo aún más evidente de la clase aristocrática frente a los plebeyos mandados por Cayo Mario. Tras vencer a Mitríades, rey del Ponto (que había matado a 80.000 romanos en las sangrientas vísperas de Éfeso), en su haber como guerrero ya se podía contabilizar la toma y destrucción de la ciudad de Atenas. Antes, ya había saqueado los templos de Delfos, Epidauro y Olimpia, y fundido sus tesoros para acuñar moneda. Sus victorias en Grecia le proporcionaron la entrega de más de 70 barcos y 2.000 talentos.
Ya cónsul, Sila se empeñó en que se le encargara una guerra que fuese los suficientemente lucrativa para sus intereses personales y la de los suyos. Fue entonces cuando el Senado, escuchando sus peticiones, lo mandó a la cabeza de la expedición contra Mitríades VI de Ponto, que había empujado a la sublevación contra Roma aprovechando el descontento por la política de los oligarcas en la capital de la República. Tras esta victoria, regresó urgentemente a Roma donde reanudó e intensificó la lucha contra Mario, aunque también presionó a los ciudadanos más ricos de la ciudad en un afán no disimulado de conseguir ingresos elevados, a los que, tras exponer sus nombres en las calles acompañados de sus cuantiosos bienes, les obligó a que los entregaran sin excusas. En cuanto a las luchas políticas, la revuelta en la ciudad alcanzó a más de 3.000 víctimas caídas en la represión del jefe de los oligarcas contra los seguidores del caudillo popular Mario.
Sila consiguió que le nombraran primer dictador de la República Romana en el año 82 antes de Cristo, basándose en la Ley Valeria y haciéndose llamar con el sobrenombre de Félix (Feliz). A partir de ese momento, introdujo formas monárquicas en la gobernación de Roma, asumiendo todo el boato de los reyes y paseando por la ciudad acompañado siempre de 24 lictores y una guardia personal inspirada en los reinos de Oriente. También acuñó moneda con su efigie y, como ya se ha señalado, se hizo adorar como el dios Félix. Apoyándose en el ejército, utilizó a éste para vencer a sus adversarios, sobre todo a Mario, su eterno rival como líder de los plebeyos, al que acabó por aplastar en nombre de la aristocracia de la que se consideraba defensor. Para imponerse en el gobierno de Roma, el victorioso Sila hizo degollar a 6.000 prisioneros en el circo, tras lo cual, y como todos se sintieran horrorizados por éste y otros excesos, convocó a los senadores para advertirles que ninguno de sus enemigos sería perdonado y que se atuvieran a las consecuencias (a la vista) si osaban oponérsele.
Era todo un programa de gobierno del que todos tomaron buena nota para no rechistar. Lucio Cornelio Sila se impuso por el miedo y la arbitrariedad ya que, por ejemplo, amenazaba con retirarles sus derechos civiles a todos aquellos que, fuese por la causa que fuese, iniciaran o protagonizaran cualquier protesta. Así consiguió que en Roma todo fuese como una balsa de aceite. Al igual que tantos dictadores y tiranos, quiso imponer su propia moral a los ciudadanos, castigando severamente lo que él entendía por inmoralidad y lo que asimismo consideraba lujos excesivos. En cuanto a su ejemplo, resultó desairado con el escándalo del actor Roscio, que murió en circunstancias extrañas y en el que se vieron involucrados personajes próximos a Sila y él mismo de forma indirecta. Ahí se inició el principio del fin del que sería uno de los primeros dictadores de la Historia.
Además de las guerras sociales libradas con su eterno enemigo Cayo Mario, entre sus triunfos también hay que contabilizar su victoria sobre Yugurta, rey de Numidia que se rindió al invencible romano. Pero tras cada guerra exterior, siempre volvía a su eterno enemigo al que, por fin, venció. El jefe de los plebeyos había dejado de ser un problema para un ambicioso Sila, un dictador precursor de tantos otros que, en el futuro, iban a despreciar a sus pueblos. Como todos ellos, también Lucio Cornelio Sila prometió que su tiranía sería temporal, a pesar de que se aferraría al poder con la idea de no abandonarlo. Por el contrario, afirmó tener la pretensión de entregar de nuevo el poder, pasados tres años, a la clase aristocrática y al Senado.
No fue así, y aunque acabó abdicando de sus cargos totalitarios en el 79, tampoco los devolvió en los anunciados tres años. No se sintió obligado a dejar el poder porque el pueblo romano, en cualquiera de sus clases, apenas osaba levantar alguna voz de protesta por la dictadura. Y fue ese mismo silencio, y aquella aquiescencia con sus despotismos, paradójicamente, la que le decidió a dejar el poder. Lo hizo, llegó a afirmar, por su desprecio para aquellos romanos que soportaban callados todas sus arbitrariedades. Curiosa personalidad la de este general y bastante descriptiva de la deslavazada conducta de los gobernantes en cualquier época. Prueba de ello fue su conducta tras el abandono del poder. En efecto, y hasta su fallecimiento en Cumas (Campania) al año siguiente, se dedicó a la práctica y ejecución de todos los excesos, como si su jubilación le hubiera abierto las posibilidades de practicar toda clase de crueldades acumuladas en todos sus años anteriores.
Sila fue un general y hombre de Estado intelectualmente muy por encima de la mayoría de sus contemporáneos, pero con la desgracia de que también ejercía el poder. En contra de lo habitual. Lucio Cornelio Sila, buen gobernante en activo, sin embargo -como se ha dicho anteriormente- rebasó todos los excesos una vez retirado de la vida pública y cuando era de esperar que llevara una existencia plácida y apacible. Sus vicios llegaron a ser legendarios, y sería un no, precisamente, honesto Tiberio el que dijera, años más tarde, al futuro Calígula estas palabras: "Yo te aseguro que has de tener todos los vicios de Sila y ninguna de sus virtudes".